Roque sorbió intensamente el mate. Se deleitó con el sabor amargo de la infusión que le devolvía, en parte, las ganas de seguir con su trabajo.
Hizo caso omiso a esa idea. Era mucho lo que faltaba. En la soledad de la oficina decidió concluir la jornada. Ya habría tiempo de recuperar el tiempo. Al fín y al cabo era sábado por la tarde.
Acomodó lentamente los papeles. Algunos en carpetas, otros en cajones sin nombre. Caminó hasta la cocina y, meticulosamente, limpió el porongo y la bombilla. Sin derramar agua, vació el termo y envolvió los elementos para guardarlos en su bolso de mano.
Miró en derredor. Un gastado tubo fluorescente titilaba como pidiendo que alguien tuviera piedad y apagara su vida. Nada más. Silencio. Lo de siempre.
Suspirando encendió el enésimo cigarrillo y se dirigió a la puerta. Tras cerciorarse que todo estaba en orden entornó la abertura, cerró y puso llave.
Ya en el pasillo hacia el ascensor, en un movimiento mecánico, palpó sus bolsillos. Las llaves del auto, el encendedor y las pastillas de menta. Todo en su lugar. Podía ir de regreso a casa.
Ya en la calle, caminó unos metros hasta llegar a su viejo Renault 11. Remoloneando, el motor encontró su ritmo.
–Debo cambiar la batería, pensó.
Pero ese desliz mental fue rápidamente superado por los pensamientos que atormentaban a Roque desde hacía bastante tiempo.
El mismo camino. El mismo recorrido, tratando de evitar los semáforos. El tránsito era rápido a pesar de la tenue llovizna que humedecia las calles de Posadas. La humedad del ambiente predecía la continuidad del mal tiempo.
La avenida Corrientes lo depositó en su intersección con Mitre en la ahora rápida Francisco de Haro. Aceleró buscando ganar tiempo.
Fue todo muy rápido. Una camioneta 4x4 se cruzó de carril buscando ingresar a Blas Parera. El conductor del pesado rodado no puso guiño advirtiendo de su mala maniobra. Roque frenó, pero los gastados neumáticos de su auto se deslizaron sobre el mojado pavimento. El impacto no se hizo esperar. El frente de su vehículo chocó la parte lateral derecha de la camioneta.
Los daños no habían sido considerables por lo que Roque bajó de su auto calmadamente. Distinta fue la actitud del otro conductor.
Era un conocido abogado del foro local. Este, con el rostro desencajado embistió contra Roque.
-¿Qué hacés pedazo de estúpido. Porqué no mirás por donde vas…?
Roque, sabiendo que él no era responsable del accidente, no reaccionó y se acercó para verificar los destrozos de ambos autos.
El llanto de una criatura, en el interior de la camioneta, desvió su atención. No se percató de lo cerca que estaba el letrado. Tampoco advirtió que este se mostraba cada vez más enojado.
De las iracundas palabras al golpe artero solo hubo un segundo. El puñetazo dio de lleno en el rostro de Roque que, confundido, solo atinó a hacer equilibrio para no caer al pavimento.
Un líquido tibio y pegajoso comenzó a bajar de la ceja derecha del rostro de Roque. La sangre llegó rápidamente a la camisa para darle un tinte rojizo fuerte.
-¡¡Defendete infeliz..!!, le gritaron a la vez que una nueva trompada cruzó el aire y culminando su recorrido en la nariz de Roque.
Mientras caía alcanzó a observar que mucha gente se acercaba. Un puntapié feroz lo devolvió a la realidad. El dolor en las costillas se hizo agudo e insoportable. Roque luchaba para no perder el conocimiento, lejos de entender cabalmente lo que estaba ocurriendo.
El abogado, totalmente descontrolado, se acercó entonces a su camioneta y tomó del cuello a la pequeña que seguía gritando. La sacudió y le gritó.
- Callate de una vez. Callate, te digo..
Roque se levantó. La llovizna fue un bálsamo. Todo pasaba como en “cámara lenta”. Como en las películas, pensó.
Apoyado en el capot de su auto, el oficinista recuperó el aliento.
La cachetada que Rubén, asi se llamaba el abogado, le propinó a la nena fue la gota que colmó el vaso.
Sacando fuerzas de la nada Roque se abalanzó contra el letrado. Tomó al hombre de un brazo y, literalmente, lo hizo girar. Sus manos, ahora unas garras, se cerraron sobre el cuello de Rubén. Apretó, apretó…
- ¡¡ Basta..!!, le gritaron. – Ya está, ya está, calmate-, vociferaron.
Cuando Roque soltó al abogado, este se desplomó y golpeó muy fuerte su cabeza con el paragolpes de la camioneta.
Un policía tomó a Roque por la espalda y con una maniobra lo hizo arrodillar. La sangre seguía manando de su ceja.
En un abrir y cerrar de ojos su rutinaria y tranquila existencia se había confundido en un pandemonium. ¿Qué había pasado? ¿Por qué?
- El tipo está muerto, dijo uno.
- ¿Cómo…?
- Y, se golpeó fuerte, agregaron.
Unas esposas se cerraron sobre las muñecas de Roque. Rápidamente dos uniformados lo levantaron y lo introdujeron en un patrullero.
Ya en la seccional de policía un oficial le comentó que su situación legal era complicada porque el abogado había fallecido. Le recomendó, además, que hablara con un letrado.
A Roque le costaba entender lo ocurrido. Pidió un teléfono y llamó a su amigo Eugenio. En pocas palabras le comentó lo sucedido. Las preguntas desde el otro lado del auricular fueron respondidas con monosílabos.
Estaba en una celda. Solo.
- ¿Entiende su situación?, le preguntó un policía.
- La verdad… no, dijo Roque.
- Tras el accidente usted la emprendió a golpes con el abogado y, encima trató de atacar a la menor que estaba en la camioneta..
- No, no es asi. Hay testigos. El fue quien me golpeó y quien maltrató a la nenita.
- Sin embargo aseguran que el occiso solo se defendió de su agresión y que atinó a proteger a su hija cuando usted se aproximó al auto.
- No…no. No es posible. Yo solo intenté que el hombre no golpeara a la pequeña, dijo Roque casi sollozando.
- Pero usted admite que tomó a Rubén del cuello y que solo lo soltó cuando lo forzaron a ello.
- Sí. Pero él ya me había pegado antes. Mire mi cara. ¿Cree que me hice esto solo?
- Pero su ataque fue muy vehemente. El hombre se defendió hasta donde pudo y ahora está muerto. – Dijo solemnemente el policía.
- Yo no lo maté. El se golpeó al caer, argumentó Roque.
- Eso lo determinará la autopsia. Por ahora todo hace suponer que murió estrangulado o víctima de los golpes que usted le propinó, afirmó el oficial.
El atribulado oficinista no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. El había sido atacado. El había sido golpeado y ahora lo acusaban de asesinato.
- Esto no está ocurriendo, pensó. –Por favor, entiendan lo que pasó. No ha sido mi culpa. Hay gente que debe haber visto todo. Busquen, pidió casi desesperadamente.
- Usted sabe que los testigos se “fabrican”, que la gente no quiere meterse en problemas. Cuando preguntamos la mayoría dijo que llegó al lugar del choque cuando el abogado ya estaba en el piso, al lado de su camioneta.
Casi dos horas después llegó Eugenio. Venía acompañado de Daniel, un abogado amigo.
Tras escuchar el pormenorizado relato que hizo Roque de lo que se acordaba. El letrado, con un gesto que denotaba preocupación, dijo, -Roque, la verdad es que la situación es comprometida. Rubén era un hombre de dinero, con influencias. Los testigos brillan por su ausencia o te incriminan directamente. ¿Me estás diciendo la verdad..?
Los ojos de Roque, enrojecidos por la bronca, se clavaron en los de Daniel.
- ¿Qué estás diciendo..? ¿Cómo se te ocurre que yo iba a actuar de esa manera si no había algo que me incitara..?
- Pero estás diciendo que lo atacaste. Estás afirmando que fuiste llevado a esa situación, manifestó Eugenio que, hasta ahora, había permanecido en silencio.
- Intenté defender a la nena y defenderme a mi mismo, casi gritó Roque.
- Tu actitud no hace más que comprometerte, argumentó Eugenio.
- ¡ Terminemos con esto..! ¿Me van a defender o me van a acusar?.
- Bueno, quedate tranquilo, Veré qué puedo hacer, dijo Daniel poniéndose de pie y dirigiéndose a la puerta.
Eugenio, aún mirando a Roque, le hizo saber que se ocuparia del caso.
Eran las once de la noche. Solo habían pasado tres horas desde que Roque había tomado su último mate en la oficina.
Volvió a concentrarse en los pensamientos que, como habíamos dicho, ocupaban su mente en los últimos días. A lo mejor este episodio sirviera para llevar adelante su plan, su estrategia.
La soledad y la rutina que lo venían embargando se habían modificado por un accidente. Roque sonrió, solo un accidente podría haber cambiado un poco su vida. Solo un accidente le había otorgado cierta adrenalina a su cuerpo.
Pensó en su casa. En las pastillas que había dejado ordenadas para ser consumidas a su regreso de la oficina…
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Al rato, un policía de guardia vio el cuerpo de Roque, sin vida, colgado de una viga del techo. Su cinturón había hecho el trabajo de los comprimidos que, en su casa ya no serían ingeridas por nadie.
Guillermo Reyna Allan
Posadas (27/03/2010)